1 ¡Ojalá pudiera yo volver a aquellos tiempos en que Dios me protegía!
3 Cuando él me iluminaba con su luz y yo podía andar en la oscuridad;
4 cuando yo estaba en plena madurez y Dios cuidaba de mi hogar;
5 cuando el Todopoderoso estaba a mi lado y mis hijos me hacían compañía;
6 cuando la leche corría por el suelo y el aceite brotaba de las rocas;
7 cuando yo tomaba asiento en el lugar de reunión de la ciudad.
8 Los jóvenes, al verme, se hacían a un lado y los ancianos se ponían de pie.
9 Aun los hombres importantes dejaban de hablar y hacían señas de guardar silencio.
10 Los gobernantes bajaban la voz; se les pegaba la lengua al paladar.
11 La gente, al verme o escucharme, me felicitaba y hablaba bien de mí,
12 pues yo socorría al huérfano y al pobre, gente a la que nadie ayudaba.
13 El que estaba en la ruina me daba las gracias; mi ayuda era a las viudas motivo de alegría.
14 La justicia y la honradez eran parte de mí mismo: eran mi ropa de todos los días.
15 ¡Yo era ojos para el ciego y pies para el lisiado,
16 padre de los necesitados y defensor de los extranjeros!
17 Yo les rompía la quijada a los malvados y les quitaba la presa de los dientes.
18 Yo pensaba: «Mis días serán tantos como la arena; moriré anciano y en mi propio hogar.
19 Soy como un árbol plantado junto al agua, cuyas ramas baña el rocío de la noche.
20 Mi esplendor se renovará conmigo, y no me faltarán las fuerzas.»
21 Todos me escuchaban y esperaban en silencio mis consejos.
22 Después de hablar yo, ninguno replicaba. Mis palabras caían gota a gota sobre ellos,
23 y ellos las esperaban ansiosos, como se espera la lluvia en tiempo de calor.
24 Cuando yo les sonreía, apenas lo creían, y no dejaban de mirar mi rostro alegre.
25 Yo establecía mi autoridad sobre ellos y decidía lo que ellos debían hacer, como un rey al frente de sus tropas. Cuando estaban tristes, yo los consolaba.