10. La Salvación del pueblo de Israel

(9.1—11.36)

Los privilegios de Israel

1 Como creyente que soy en Cristo, estoy diciendo la verdad, no miento. Además, mi conciencia, guiada por el Espíritu Santo, me asegura que esto es verdad: 2 tengo una gran tristeza y en mi corazón hay un dolor continuo, 3 pues hasta quisiera estar yo mismo bajo maldición, separado de Cristo, si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi propia raza. 4 Son descendientes de Israel, y Dios los adoptó como hijos. Dios estuvo entre ellos con su presencia gloriosa, y les dio las alianzas, la ley de Moisés, el culto y las promesas. 5 Son descendientes de nuestros antepasados; y de su raza, en cuanto a lo humano, vino el Mesías, el cual es Dios sobre todas las cosas, alabado por siempre. Amén.

6 Pero no es que las promesas de Dios a Israel hayan perdido su validez; más bien es que no todos los descendientes de Israel son verdadero pueblo de Israel. 7 No todos los descendientes de Abraham son verdaderamente sus hijos, sino que Dios le había dicho: «Tu descendencia vendrá por medio de Isaac.» 8 Esto nos da a entender que nadie es hijo de Dios solamente por pertenecer a cierta raza; al contrario, solo a quienes son hijos en cumplimiento de la promesa de Dios, se les considera verdaderos descendientes. 9 Porque esta es la promesa que Dios hizo a Abraham: «Por este tiempo volveré, y Sara tendrá un hijo.»

10 Pero eso no es todo. Los dos hijos de Rebeca eran de un mismo padre, nuestro antepasado Isaac, 11 y antes que ellos nacieran, cuando aún no habían hecho nada, ni bueno ni malo, Dios anunció a Rebeca: «El mayor será siervo del menor.» Lo cual también está de acuerdo con la Escritura que dice: «Amé a Jacob y aborrecí a Esaú.» Así quedó confirmado el derecho que Dios tiene de escoger, de acuerdo con su propósito, a los que quiere llamar, sin tomar en cuenta lo que hayan hecho.

Autonomía de Dios

14 ¿Diremos por eso que Dios es injusto? ¡Claro que no! 15 Porque Dios dijo a Moisés: «Tendré misericordia de quien yo quiera, y tendré compasión también de quien yo quiera.» 16 Así pues, no depende de que el hombre quiera o se esfuerce, sino de que Dios tenga compasión. 17 Pues en la Escritura Dios le dice al rey de Egipto: «Te hice rey precisamente para mostrar en ti mi poder y para darme a conocer en toda la tierra.» 18 De manera que Dios tiene compasión de quien él quiere tenerla, y también le endurece el corazón a quien él quiere endurecérselo.

19 Pero me dirás: «Siendo así, ¿de qué puede Dios culpar al hombre, si nadie puede oponerse a su voluntad?» 20 Y tú, hombre, ¿quién eres para pedirle cuentas a Dios? ¿Acaso la olla de barro le dirá al que la hizo: «Por qué me hiciste así?» 21 El alfarero tiene el derecho de hacer lo que quiera con el barro, y del mismo barro puede hacer una olla para uso especial y otra para uso común.

22 Dios, queriendo dar un ejemplo de castigo y mostrar su poder, soportó con mucha paciencia a aquellos que merecían el castigo e iban a la perdición. 23 Al mismo tiempo quiso dar a conocer en nosotros la grandeza de su gloria, pues nos tuvo compasión y nos preparó de antemano para tener parte en ella. 24 Así que Dios nos llamó, a unos de entre los judíos y a otros de entre los no judíos. 25 Como se dice en el libro de Oseas: «A los que no eran mi pueblo, los llamaré mi pueblo; a la que no era amada, la llamaré mi amada.

26 Y en el mismo lugar donde se les dijo: “Ustedes no son mi pueblo”, serán llamados hijos del Dios viviente.»

27 En cuanto a los israelitas, Isaías dijo: «Aunque los descendientes de Israel sean tan numerosos como la arena del mar, solamente un resto de ellos alcanzará la salvación, 28 porque muy pronto el Señor cumplirá plenamente su palabra en todo el mundo.» 29 Como el mismo Isaías había dicho antes: «Si el Señor todopoderoso no nos hubiera dejado descendencia, ahora mismo estaríamos como Sodoma y Gomorra.»

30 ¿Qué diremos a esto? Que, por medio de la fe, Dios ha hecho justos a los paganos, que no buscaban la justicia. 31 En cambio, los israelitas, que querían basar su justicia en la ley, no lo lograron. 32 ¿Por qué? Porque no se basaban en la fe, sino en sus propios hechos. Por eso tropezaron con la «piedra de tropiezo» 33 que se menciona en la Escritura: «Yo pongo en Sión una roca, una piedra con la cual tropezarán; el que confíe en ella, no quedará defraudado.»

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